«Mira: Las puertas de las tinieblas se han abierto y los horrores de los pueblos galopan sobre la Tierra..». Se abre el plano con tres siniestros jinetes cabalgando entre las sombras. Y son iluminados por unos haces de luz procedentes de una intensa luminosidad que se va expandiendo, cuyos destellos, en un momento dado, alumbran la fantasmal figura de Mefisto (Emil Jannings) entre las penumbras. Pero de esa luminosidad surge un espectral arcángel (Werner Fuetterer) alzando su espada: «¡Atrás! ¡Detente! ¿por qué azotas a la humanidad con la guerra, la peste y el hambre?». El diablo, con un movimiento brusco del brazo destapa su rostro: «¡Mía es la tierra!». Lo que el otro niega: «...El hombre es bueno: ¡su espíritu persigue la verdad!» y le invita a mirar abajo, a Fausto (Gösta Ekman), un anciano sabio, que se encuentra ante un grupo de jóvenes, y les habla de la maravilla que «es la libertad del hombre: para escoger entre el bien y el mal». Para Mefisto es: «¡Un ser abyecto como todos! ¡Enseña el bien y se dedica al mal: Oro es lo que quiere, y conseguir la piedra filosofal». El diablo reta al arcángel: «¿Que apostamos? ¡Le arrebataré a Dios el alma de Fausto!», el segundo replica: «Si puedes destruir en Fausto lo divino ¡tuya será la tierra!». Y el demonio contesta «¡Ningún hombre se resiste al mal! ¡acepto la apuesta!».
Así es el portentoso comienzo, de este universo fantástico, tradicional y espiritual de la cultura alemana que es Fausto (1926), una de las producciones mas costosas de la UFA. Inicialmente el largometraje, con guión de Hans Kyser, iba a ser dirigido por Ludwig Berger, pero Erich Pommer, el productor, acabará confiándoselo a Murnau, que mostró desde un principio un enorme interés por el proyecto. De hecho, en aquel entonces es un joven director de 38 años que había firmado obras maestras de la talla de Nosferatu (1921), El último (1924) o Tartufo (1925). Además contó con el apoyo de un Emil Jannings, protagonista de estas dos ultimas, muy interesado en interpretar el papel de Mefisto.
La extrema meticulosidad de Murnau hizo que la preparación de Fausto se alargase durante dos años, a los que se agregaron nueve meses de rodaje. El hecho de que el realizador pensó en Lillian Gish como protagonista principal, y su imposibilidad para contratarla le llevaron a una larga búsqueda hasta que encontró a la joven Camilla Horn, a pesar de que el rodaje ya había comenzado. Pero el gran desafío fue la compleja concepción visual de la película, que supuso un amplio despliegue de decorados, maquetas y efectos especiales, para los que el director alemán contó de nuevo con Robert Herith y Walter Röhrig, los escenógrafos de El último y Tartufo -además el segundo fue uno de los decoradores de El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1919)-. La paciencia del equipo técnico resistió interminables sesiones, donde una misma toma se repetía innumerables veces hasta lograr el resultado deseado, y aún más si ésta iba acompañada de efectos visuales, como recoge Luciano Berriatúa en su magnífico estudio “Los proverbios chinos de F. W. Murnau” (Filmoteca Española, 1990). Secuencias como el diablo cercando la ciudad, el anciano Fausto envuelto en anillos de luz cuando invoca a Mefisto o éste y Fausto en una capa sobrevolando la tierra. Su obsesión por la perfección también alcanzó a los actores, planificándoles cada gesto, cada movimiento, provocando no en pocas ocasiones conflictos, sobre todo con caprichosas estrellas cotizadas de la talla de Emil Jannings, que a pesar de su gran amistad con el director, tenía fama de ser «profundamente antipático, vanidoso, pretencioso, perezoso, arrogante y tiránico» según el testimonio de Robert Chessex, meritorio de Murnau, y reproducido por Berriatúa en su citada monografía (p. 331). De ahí que el autor de El último prefiera trabajar con actores no profesionales en muchas ocasiones .
Fotografiada espléndidamente por Carl Hoffmann, Fausto es, una vez más, un ejemplo de la asombrosa capacidad visual y narrativa de Murnau. De hecho, hay dos elementos decisivos que influirán profundamente en el pensamiento artístico del genio alemán. Es un hombre culto, con un gran conocimiento de la pintura, y que frecuenta los círculos artísticos del Berlín de la época, en los que conoce a Franz Marc, uno de los fundadores del grupo Blau Reiter o al propio Kandinsky, entre otros. Por otro lado, su extenso bagaje teatral (entre los años 1911 y 1913) en la compañía del que es su maestro, Max Reinhardt, también director de cine e impulsor de la Kammerspiel, concepción de un teatro intimista que, entre otras pautas, da prioridad a la psicología, a la atmósfera, a las luces y las sombras y a los decorados realistas. De ahí que las películas de Murnau adquieran el estatus de “pinturas en movimiento”, a lo que contribuye, si cabe aún más, su deseo por un mínimo uso del rótulo en beneficio de la expresión de la propia imagen. Para estructurar sus escenas, no solo recurre a los grandes maestros del arte (en Fausto hay referencias a Caspar David Fiedrich, Rembrandt, Alfred Kubin o Arnold Böcklin, entre otros), sino a las estrategias estéticas de la propia pintura: las composiciones en diagonal que a veces recalca con picados y contrapicados (por ej. el encuentro entre el Arcángel y Mefisto), el uso de líneas oblicuas que fugan hacia el horizonte para transmitir una mayor perspectiva a las escenas, la disposición y combinación dentro de un espacio de elementos o grupos humanos que equilibran el encuadre a la vez que dan una mayor profundidad o la utilización de polos opuestos para enfatizar secuencias y personajes, es decir, el blanco y negro o la luz y la sombra: la esbelta figura del arcángel, blanco, luminoso frente al deforme diablo, negro y oscuro. Si con esa apariencia Mefisto adquiere un tono amenazante, más adelante, con Fausto rejuvenecido, se convertirá en una grotesca y maléfica figura. De esta guisa el diablo intentará cortejar a Marthe (Yvette Guilbert) en la única secuencia con algunos toques de humor. Asimismo provocará el engaño y la desgracia, con la muerte de la madre y el hermano de la protagonista, Valentin (Wilhelm Dieterle, en Hollywood William, y futuro director de espléndidas películas como Esmeralda la zíngara, 1939 o Jennie, 1948). Porque la película refleja la lucha de dos fuerzas tan antagónicas como el bien y el mal, y su paradójico zigzagueo a lo largo del metraje: Fausto pacta con el diablo por su imposibilidad de encontrar el remedio contra la peste, a pesar de haberle dedicado su vida a la ciencia. Cuando Mefisto le proporciona el poder curativo, más tarde se descubre su terrible alianza, y sufre el rechazo del pueblo; o esa parte, en la que Fausto rejuvenecido y enamorado de Gretchen recibe la ayuda del diablo para después arrebatarle a la amada, hundiéndola en la desdicha. Con su sacrificio en la hoguera Fausto no sólo obtiene la redención, sino que los amantes sellan su unión eterna.
Redención que culminará con un nuevo encuentro entre sombras: el arcángel alzando su espada cierra el paso al diablo, que aún lleva el pacto en su mano. El mensajero alado le dice a Mefisto que hay una palabra que destruye su alianza, esa «que resuena con júbilo en la creación, la que acalla cualquier pena y dolor, la palabra que aplaca toda culpa humana, la palabra eterna ¿no la conoces?». Un agónico Mefisto lanza un grito desesperado por saber cual es. En esos momentos, de una luz en el cielo, entre destellos, surge la palabra: amor.
CARLOS TEJEDA