MÉLIÈS, EL HOMBRE QUE VIAJÓ A LA LUNA SIN SALIR DE MONTREUIL
Jean-Louis Stanislas Méliès impide que su tercer hijo estudie Bellas Artes, obligándole a trabajar en su negocio, una empresa de calzado situada en el parisino Boulevard Saint-Martin. En sus ratos libres Georges, espíritu inquieto, se entrega fervientemente al dibujo, disciplina que no abandonará nunca. Su padre, pensando en la manera de que el chico se olvide de esas absurdas ideas artísticas, lo envía a Londres durante un año, con la excusa de que mejore su inglés. Es 1884. Pero en la capital inglesa, el joven, lejos de los deseos paternos, frecuenta asiduamente, el teatro Egyptian Hall que en aquella época dirigía Maskeline, un célebre ilusionista de la época. Allí descubre la magia, y rápidamente aprende sus primeros trucos. Esos que luego mostrará en secreto, para evitar las iras del patriarca, en el Cabinet Fantastique del Museo Grévin, a su vuelta a París.
Méliès es un hombre imaginativo, habilidoso con sus manos, le atraen los ingenios mecánicos, le cautiva el teatro, sigue cultivando el dibujo y perfeccionando sus trucos de prestidigitación. Solo falta el lugar donde combinar estos explosivos ingredientes y crear sus fantasías. Y lo encuentra en 1888: el Teatro Robert Houdin, el del famoso ilusionista del mismo nombre que vende el local, situado en el 8 del Boulevard des Italiens. Allí montará con éxito espectáculos en los que combina piezas teatrales con magia. No acaba ahí la historia: unos años después es invitado a asistir a la primera proyección cinematográfica de los hermanos Lumière en el Grand Café en el número 4 del Bulevar de los Capuchinos, en aquel ya histórico 28 de diciembre de 1895. Méliès queda impresionado, y su inagotable mente que, siempre está maquinando ideas, hace que lance una oferta para incluirlo en su función. Ante la negativa, el prestidigitador acaba comprando el aparato de otro inventor, Robert William Paul, y en abril de 1896 ya se halla realizando proyecciones en su teatro. Su deseo por crear sus propias películas le lleva a transformar el artilugio de Paul en una cámara con la que rueda su primer filme Partida de naipes. Sus metrajes siguientes continúan la línea de la factoría Lumière: registrar, sin más, el entorno que le rodea, pero su decidido espíritu creativo es consciente de otras posibilidades que ofrece el nuevo medio, como es la ficción.
El azar le da una clave: un día de ese mismo año se halla rodando la Plaza de la Ópera. En un momento concreto se bloquea el mecanismo de la cámara. Méliès emplea unos instantes en arreglar la avería mientras, la vida marcha: personas y vehículos continúan su paso. Enmendado el percance prosigue la filmación. Al visionar el material revelado observa, al llegar al punto del percance, que un Ómnibus Madeleine-Bastille se ha convertido, de repente, en un coche fúnebre. Acaba de descubrir el truco de la parada que le dará mucho juego, llevándolo inmediatamente a la práctica con Escamotage d´une dame chez Robert Houdin, en la que hace desaparecer a una mujer.
Méliès en su estudio de producción "Star Film" en Montreuil (hacia 1900)
Su siguiente paso es construir un estudio en su casa familiar de Montreuil-sous-Bois, una estructura acristalada por todos sus lados, y dotada con los más avanzados mecanismos e ingenios teatrales de la época, que irá perfeccionando durante sus rodajes. Allí el propio Méliès será el hombre orquesta: diseña el vestuario, pinta sus propios decorados, desarrolla efectos especiales, construye maquetas, sienta las bases de algunas técnicas (la sobreimpresión, la exposición múltiple, etc), hace las veces de director, de intérprete, de guionista y por supuesto, despliega su desbordante imaginación. Además, funda su productora Star Film cuyo símbolo es una estrella negra de cinco puntas. Los grandes actores de teatro consideran al cine como un espectáculo menor, de feria y el cineasta tiene que recurrir a feriantes, gentes del music-hall o amigos. Todavía no hay créditos ni estrellas cinematográficas. Películas como El hombre orquesta (1900) en la que en siete sillas sobre un escenario se “expanden otros tantos méliès”, cada uno con su instrumento musical; El hombre de la cabeza de goma (1901) que recoge el agrandamiento de una cabeza (la del propio director) al ser inflada como un globo, por otro hombre (también él); El melómano (1903) ingenioso film en el que una vez más Méliès “multiplica sus cabezas” haciendo las veces de notas musicales, sobre un pentagrama formado por un tendido eléctrico, o El inquilino diabólico (1909), donde el personaje del título llega a una casa que amuebla a base de sacar de su maleta sillas, espejos, cuadros, una chimenea, un piano, incluso a su mujer, sus dos hijos y la sirvienta. Construirá un segundo estudio, en 1905, llegando a rodar en ambos unos 500 títulos hasta 1912, la mayoría desgraciadamente perdidos.
Sin duda alguna su obra culmen será Viaje a la luna (1902), cuya imagen de la luna con un obús incrustado en uno de sus ojos se ha convertido en un emblema del cinematógrafo. El filme, dotado de una gran inventiva y de algo mas de ocho minutos de duración, está estructurado en 16 cuadros “vivientes”. Como la cámara se sitúa en un punto fijo, frente a los actores, Méliès elabora una cuidada composición de cada imagen al combinar decorados y actores, incorporando, al mismo tiempo, una enorme variedad de efectos especiales, todo un portento si se piensa en la época de su realización. El primer cuadro comienza con una reunión de astrónomos donde un profesor barbudo expone su proyecto de viajar a la luna. Idea que inicialmente desata la polémica, ya que para los científicos reunidos es una auténtica locura. Finalmente logran ser convencidos, apuntándose cinco miembros del comité a la aventura del sabio. A continuación las secuencias de la fabricación del obús en un taller, cuyo montaje es supervisado por los viajeros y la construcción del cañón gigante que va a lanzarlo. Y llega el día de la partida. Los aventureros entran en el citado obús que posteriormente es introducido dentro del gran cañón y lanzado al espacio. La luna recibe el proyectil en uno de sus ojos. Tras el aterrizaje, los intrépidos aventureros salen al paisaje lunar. Tras un descanso, se introducen en una caverna con setas gigantes donde se enfrentarán a los hostiles selenitas. Tras unas escaramuzas con éstos, huyen hacia su obús situado al borde de la luna. Uno de los héroes, al colgarse de una amarra que sale de la punta del proyectil, hace que la nave, en cuya parte trasera se ha agarrado uno de los selenitas, se despeñe hacia la tierra. Allí aterriza hundiéndose en las profundidades del mar para luego emerger. Rescatados por un barco de vapor, son recibidos triunfalmente. En medio de desfiles y vítores, aparece, entre medias, el selenita que ha sido capturado.
La creciente industria cinematográfica impulsada por los cada vez mas poderosos Charles Pathé y Léon Gaumont, produciendo mas películas pero con menos presupuesto, va devorando paulatinamente la luz de Méliès. Se hunde económicamente, estalla la Primera Guerra Mundial, fallece su mujer, el Théâtre des Variétés-Artistiques que monta a continuación en uno de sus dos estudios dura hasta 1923, año en que, arruinado, tiene que vender Montreuil, a lo que se suma el desmantelamiento de su amado teatro Robert Houdin.
Y vino el olvido. El primer hombre que viajó a la luna, que conquistó los polos o descendió muchas leguas bajo el mar, se había convertido en un anónimo y venerable sesentón atrapado en el diminuto habitáculo de su puesto de juguetes y golosinas, en la estación de Montparnasse, con su segunda mujer Jeanne d´Alsy y antigua actriz suya. Casualmente, un día apareció por allí, Leon Druhot director del Ciné-Journal que le reconoció. Más tarde, Jean Mauclaire, fundador de la sala de cine Estudio 28 en el barrio de Montmartre, organizará una gala con sus películas en la Salle Pleyell, el 16 diciembre de 1929. A lo que se añade su nombramiento de Caballero de la Legión de Honor y la concesión de un digno retiro en el Château d'Orly, propiedad de la Mutuelle du Cinéma, donde escribiría sus memorias y posiblemente, continuaría dejando volar su imaginación. Esa que le llevó a la luna sin moverse de Montreuil.
CARLOS TEJEDA